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FRASES - SERIE DUQUES DE WYNDHAM [+18] - Julia Quinn

 




SERIE DUQUES DE WYNDHAM [+18] – Julia Quinn






Frases:


1.     EL DUQUE DE WYNDHAM

JACK Y GRACE



¿Por qué nadie me cree cuando digo que soy un caballero moral y honrado en esta tierra, con «toda» la intención de acatar «todas» las reglas?
—¿Tal vez porque la mayoría de las personas le conocen cuando les ordena bajar de un coche apuntándolas con una pistola?
—Cierto —reconoció él—. Eso influye en la relación, ¿verdad?


—¿Lo lamenta?
—Sí. Lo... lo de hoy.
—¿Haberme secuestrado? —preguntó él, su tono vagamente divertido, tal vez con un dejo de superioridad.
—Yo no quería —protestó ella.
—Estaba en el coche —señaló él—. Creo que en cualquier tribunal la considerarían cómplice.
—Ese sería, supongo, el mismo tribunal que lo enviaría a la horca esa misma mañana por apuntar con una pistola a una duquesa.


—¿Le gusta? 
—¿Asaltar coches?
Ella asintió.
—Depende de quién vaya en el coche —dijo él suavemente—. Me gustó muchísimo no robarle a usted.
—¿No robarme? 
—No le robé nada, ¿verdad? —repuso él, con una expresión de total inocencia.
—Me robó un beso.
—Eso —dijo él acercándose con todo descaro— me lo dio libremente.


—¿Hay desnudos?
Ella se quedó inmóvil.
—Sólo por curiosidad —dijo él en tono inocente.
—Los hay.
—¿En la galería? 
—No, no en la galería —repuso ella, y se giró un poco, y él alcanzó a ver el destello en sus ojos—. Es una galería de retratos.
—Comprendo —dijo él, poniendo una expresión convenientemente grave—. Nada de desnudos, entonces, por favor. Confieso que no tengo el menor deseo de ver al bisabuelo Cavendish ¡al natural!


—Un penique por sus pensamientos, señorita Eversleigh —dijo él—, aunque estoy seguro de que valen una libra.
—Más —dijo ella por encima del hombro.
Él levantó las manos en gesto de rendición.
—Un precio demasiado elevado. Sólo soy un bandolero pobre.
Ella ladeó la cabeza.
—¿Eso no lo hace un bandolero sin éxito?
—Tocado, pero, ay de mí, no es cierto. He tenido una carrera muy lucrativa. La vida de ladrón le va a la perfección a mis talentos.


—Recuerde esa noche, señorita Eversleigh. La luz de la luna, la suave brisa.
—No había brisa.
—Me está estropeando el recuerdo —gruñó él.
—No había brisa. Le está añadiendo romanticismo al encuentro.
—¿Y no es capaz de comprenderme? —dijo él, sonriéndole travieso—. Nunca sé quien va a salir por la puerta del coche. La mayoría de las veces es un tejón viejo resollando.


—Arte —dijo.
—Mi segundo tema favorito.
Ella lo miró sagaz.
—Quiere que le pregunte cual es su favorito.
—¿Tan obvio soy?
—Sólo es obvio cuando desea serlo.
—Y, ay de mí, sigue sin darme resultado. No me ha preguntado cuál es mi tema favorito.
—Porque... —dijo ella, sentándose— estoy bastante segura de que la respuesta contendrá algo muy inapropiado.


—Grace —dijo, apretándole las manos—. No importa. Me casaré contigo. Deseo casarme contigo.
—No —dijo—. No puedes. No puedes si eres el duque.
—Me casaré. —Entonces lo dijo, maldita sea; algunas cosas son demasiado grandes, demasiado ciertas, para guardarlas dentro—: Te amo, te quiero. Nunca le he dicho esto a otra mujer y nunca lo diré. Te amo a ti, Grace Eversleigh, y deseo casarme contigo.
Ella cerró los ojos, con una expresión casi de sufrimiento.
—Jack, no puedes...


—La viuda me salvó —dijo ella, y sonrió irónica—. ¿No es curioso eso?
—Ah, vamos, la viuda no hace nada por la pura bondad de su corazón.
—No he dicho por qué lo hizo, sino simplemente que lo hizo. Me habrían obligado a casarme con mi primo si no me hubiera llevado con ella.
—Me alegra que no tuvieras que casarte con él.
—Yo también —dijo ella sin el menor asomo de ternura—. Es horrendo.
—Y yo que pensaba que te sentías contenta por haberme esperado a mí.
—No has conocido a mi primo.


—Cásate conmigo —le dijo, apretándole las manos—. Sé mi esposa, sé mi... —Se rió, al subir a su garganta lo ridículo que era eso—. Sé mi duquesa. —Le sonrió—. Es pedir muchísimo, lo sé.


—Es un rufián.
Ella se desinfló.
—Lo sé, pero es encantador.
—Es igual que yo.
—Lo sé.
—No tienes por qué decirlo con tanta desesperación. —Le sonrió, con esa sonrisa tan increíblemente traviesa. Seguía hechizándola, cada vez, que era justo lo que él deseaba—. Fíjate en lo bien que he resultado yo —añadió.


—¿Grace?
—Te echaba de menos.
—¿En estos cinco minutos?
Él entró y cerró la puerta.
—No hace falta mucho rato.
—Eres incorregible —dijo ella, pero dejó la pluma en el escritorio.


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2.  LA PROMETIDA DEL DUQUE

AMELIA Y THOMAS




—¿Dudas de mi palabra? —preguntó, procurando que la voz le saliera impasible.
—Jamás dudaría de ella.
—¿Cuál fue, entonces, tu intención?
Ella lo miró y sonrió.
—Claro que será mi marido. Es del «dentro de poco» de lo que dudo.


—¿Podrías ser más exacto? —preguntó, ya decidida a tutearlo, y luego añadió pronunciando muy bien y lento—: ¿Puedes llevarme hasta tu coche?
—Podría.
—Me llevarás.
—Hablas como mi abuela.
Ella le cogió el mentón, obligándolo a dejar quieta la cara, hasta que estaban mirándose a los ojos.
—No vuelvas a decir eso nunca más.
—Me gustas mandona.


—Cerveza —dijo—. ¿La has probado alguna vez?
—Claro que no.
—Perdona, siento haberte ofendido.
—No me has ofendido —replicó ella, ofendida—. Es la sencilla realidad. ¿Quién me habría servido cerveza?


—¿Perros de caza?
—Tiene veinticinco.
—Cáspita.
—Vivimos intentando convencerlo de que eso es excesivo, pero él insiste en que cualquier hombre que tiene cinco hijas se merece tener cinco perros por cada una de ellas.
—Dime, por favor, que tu dote no incluye ninguno de ellos.
—Deberías verificarlo —dijo ella, con los ojos chispeantes de travesura—. Nunca he visto el contrato de compromiso.


—Tendrías que haber pasado un tiempo conmigo —aclaró Thomas.
—Mi madre estaría encantadísima, pero nadie más se lo creería.
—¿Te importaría explicar ese comentario?
Ella se rió, y puesto que él no decía nada más, se puso seria y dijo:
—Ah, lo has dicho en serio.


—Tus ojos se ven casi marrones en este momento.
—Tú tienes una franja marrón —dijo.
—¿Una franja?
—No, en el ojo —aclaró ella.
—Ah, eso. Sí, es extraño, ¿verdad?
Lo dijo con una cara algo rara. Bueno, no rara; no habría sido rara en ninguna otra persona, pero en él sí. Era un gesto como de modestia, casi de timidez, y tan absoluta y maravillosamente humano que a Amelia le dio un vuelco el corazón.
—Nadie se ha fijado nunca —añadió él—. Tal vez eso sea lo mejor. Es una pequeña imperfección.
—Me gusta —le dijo—. Me gusta todo lo que te hace menos perfecto.


—¿Por qué has dicho que mis ojos son marrones? —preguntó sin desviar la mirada del atlas.
—No dije eso. Dije que se veían marrones.
—Se veían verdes esta mañana —continuó él—. Aunque supongo que eso podría atribuirlo a la bebida. Otra pinta de cerveza y habría visto salir mariposas de tus orejas.
—No fue por la bebida. Mis ojos son verdes. Mucho más verdes que marrones —añadió mascullando.
—Vaya, Amelia, ¿he descubierto tu vanidad?


—¿No estás mareada?
—No, nada. ¿Y tú?
—Un poco —reconoció él, y la vio sonreír tenuemente. Le captó la mirada—. Te gusta cuando yo estoy indispuesto, ¿verdad?
—Sí —dijo ella—; bueno, no indispuesto exactamente.
—¿Débil y necesitado? —sugirió él.
—¡Sí! —contestó ella, y lo hizo con tanto entusiasmo que al instante se ruborizó. —Yo no te «conocía» cuando eras orgulloso y capaz de todo —se apresuró a añadir ella.


—¿Crees que acabo de llegar a esta conclusión esta tarde?
—No...
—¿No te has preguntado por qué insistí tanto en que no quería casarme con el señor Audley?
—En realidad, no decías mucho —dijo él en voz baja.
—¡Porque estaba muda de asombro! ¡Pasmada, estupefacta! ¿Cómo crees que te sentirías si de repente tu padre te exigiera casarte con una mujer a la que no conoces, y luego tu novia, con la que creías que por fin estabas formando una amistad, se volviera en tu contra y te exigiera lo mismo?
—Era por tu bien, Amelia.


—No tengo nada, Amelia —continuó él, como si no la hubiera oído —. No tengo dinero, ni propiedades.
—Te tienes a ti mismo.
—Ni siquiera sé quién soy.
—Yo sí.
—No eres realista.
—Tú no eres justo.
—Amelia...
—No —interrumpió ella, enfadada—. No quiero oírlo. Me cuesta creer la magnitud de tu insulto.
—¿Mi insulto?
—¿De veras soy una flor de invernadero a la que no consideras capaz de soportar la más mínima privación?


—Te amo —dijo, y comprendió que su cara delataba la sorpresa y maravilla que sentía. 
—Thomas...
—No lo digo porque tú lo dijiste, y no lo digo porque es evidente que ahora tengo que casarme contigo. Lo digo porque... porque...


—Amelia Willoughby —dijo en voz más alta—, ¿me harás el muy inmenso honor de ser mi esposa? Te lo pregunto —continuó él—, porque esta vez eres tú la que debes decidir.


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