1. UN ROMANCE ADORABLE
MARCUS Y HONORIA
―Voy a tomar uno, también ―dijo―. Para que no te sientas sola. Ella trató de no sonreír.
―Eso es muy generoso de tu parte.
―Estoy seguro de que es mi deber de caballero.
―¿Comer pastel?
―Es uno de los atractivos de mis deberes de caballero ―admitió.
―Siempre hacías eso ―dijo él. Ella levantó la vista.
―¿Qué?
―Comerte el postre poco a poco, sólo para torturarnos al resto.
―Me gusta hacer que dure. ―Le lanzó una mirada maliciosa, acompañada de un encogimiento de un solo hombro―. Si te sientes torturado por eso, es tu problema.
―Cruel ―murmuró.
―Contigo, siempre.
―Oh, por favor, Marcus. Siempre eres condescendiente.
―Explícate ―dijo él bruscamente.
―Oh, sabes a qué me refiero.
―No, no sé a qué te refieres.
―Siempre miras a la gente así. ―Y luego hizo una cara, una que él no podía comenzar a describir.
―Si alguna vez me veo así ―dijo él secamente―. Precisamente así, para ser más exacto, te autorizo a dispararme.
—Uno de los lacayos me persiguió. —Ella miró sobre su hombro a través de la puerta abierta—. Creo que podría haber pensado que era una ladrona, aunque realmente si yo viniera para robarle a Fensmore, no empezaría por la tarta de melaza.
—¿De verdad? —preguntó, su boca llena de cielo—. Es exactamente donde yo empezaría.
—Tengo curiosidad. ¿Por qué no elegiría para leer algo poco serio?
—No lo sé. Tú eres tú.
—¿Por qué eso suena como un insulto?
—¿Qué estás diciendo? —preguntó cuidadosamente.
—Bueno —dijo ella, mirando hacia una pared totalmente blanca—, me doy cuenta de que no somos las más. . . eh… —Se aclaró la garganta—. ¿Hay un antónimo de
discordantes?
Él la miró con incredulidad.
—¿Estás diciendo que sabes?... ehm, es decir…
—¿Qué somos horribles? —terminó ella por él—. Por supuesto que lo sé. ¿Me crees una idiota? ¿O sorda?
—¿Terrible, en comparación con la mayoría de la humanidad o terrible para las Smythe-Smith?
—Terrible incluso para nosotras.
—Eso es gravísimo.
—Lo sé. Creo que la pobre Sarah tiene la esperanza de ser alcanzada por un rayo en algún momento en las próximas tres semanas. Ella apenas se ha recuperado del año pasado.
—¿Puedo entender que ella no sonrió y puso cara de valiente?
—¿No estabas allí?
—Yo no estaba mirando a Sarah.
—¿No podemos ser el primer conjunto de primas en amotinarse? —cortó Sarah, levantando su cabeza—. ¿No podemos simplemente decir que no?
—¡No! —aulló Daisy.
—No —convino Honoria.
—¿Si? —dijo Iris débilmente.
—No puedo creer que quieras hacer esto otra vez —dijo Sarah a Honoria.
—Es tradición.
—Es una tradición horrible, y me tomará seis meses recuperarme.
—Nunca me voy a recuperar —se lamentó Iris.
—Vamos a recoger nuestros instrumentos y tocar Mozart —anunció Honoria—. Y vamos a hacerlo con una sonrisa en nuestro rostro.
—No tengo idea de lo que alguna de ustedes está hablando —dijo Daisy.
—Tocaré —dijo Sarah—. Pero no hago promesas sobre una sonrisa. —Ella miró al piano y parpadeó—. Y no estoy levantando mi instrumento.
—Yo no quería perderme la velada musical.
—Oh, ahora sé que estás mintiendo.
—No, en serio —insistió él—. El conocimiento de tus verdaderos sentimientos traerá una nueva dimensión a la empresa.
—Por favor. No importa cuánto creas que te estás riendo conmigo, y no de mí, no puedes escapar de la cacofonía.
—Estoy pensando en discretas bolas de algodón para los oídos.
—Si mi madre te atrapa, estará mortalmente herida. Y ella, fue quien te salvó de una herida mortal.
Él la miró con cierta sorpresa. —¿Ella todavía piensa que tienes talento?
—No me gusta estar en el centro de atención.
—No. No lo haces. —Y luego—: Siempre fuiste un árbol.
—¿Discúlpeme?
—Cuando llevábamos a cabo nuestras terribles pantomimas de niños. Siempre fuiste un árbol.
—Nunca tuve que decir nada.
—Y siempre tuviste que situarte en la parte de atrás. Se sintió sonreír, hacia un lado y de verdad.
—Me gustaba ser un árbol.
—Eras un árbol muy bueno. —Ella sonrió entonces, también; una cosa radiante, maravillosa—. El mundo necesita más árboles.
Miró a Honoria, seguro de que vería una expresión de empatía en su rostro. Ella había estado allí, después de todo. Sabía exactamente cómo se sentía el estar sobre ese escenario, creando ese ruido.
Pero Honoria no se veía ni remotamente molesta por sus primas. En lugar de eso, las miraba con una sonrisa radiante, casi como una mamá orgullosa deleitándose en los logros de sus magníficas pupilas.
Tuvo que mirar dos veces para asegurarse de que no estaba viendo cosas.
—¿No son maravillosas? —murmuró ella, ladeando su cabeza hacia la suya. Sus labios se abrieron con sorpresa. No tenía idea de cómo responder.
—Han mejorado tanto —susurró ella.
2. UNA NOCHE INOLVIDABLE
ANNE Y DANIEL
3. LA SUMA DE TODOS LOS BESOS
HUGH Y SARAH
4. LOS SECRETOS DE SIR RICHARD KENWORTHY:
RICHARD E IRIS
—Me resulta difícil creer que los caballeros de Londres son tan tontos como para dejarla a un lado de la habitación.
—No me importa. En verdad,— cuando vio que él no le creyó. —Me gusta mucho observar a la gente.
—¿Lo hace?—, murmuró. —¿Qué es lo que ve?
—No estaré mucho más tiempo aquí sentada, me temo—, dijo.
—Tal declaración necesita una explicación.—
—Ahora que ha bailado conmigo—, le dijo, —otros sentirán la necesidad de seguir su ejemplo.
Se rió de eso.
—De verdad, señorita Smythe-Smith, ¿nos encuentra a los hombres tan carentes de originalidad?
—Tal vez debería conseguir un programa.
—Sí, parece que no se le ha dado uno cuando llegó.
Se aclaró la garganta cerca de seis veces.
—Creo que se decidió que no se entregarían a los caballeros, a menos que se solicite.
—¿Puedo preguntar por qué?
—Yo creo—, dijo, mirando hacia el techo, —que había cierta preocupación de que, posiblemente, optaran por no quedarse.
—¿Es así como nos llaman ahora?
—¿Ahora?
Ella giró los ojos.
—El ramillete Smythe-Smith, las niñas del jardín, las flores de invernadero.
—Las flores de invernadero?
—A mi madre no le hizo gracia.
—No, imagino que no lo hizo.
—No tienes nada de qué preocuparse—, dijo Richard. —Si algo me llegara a suceder, usted quedará bien situada para siempre. Me aseguré de eso en las capitulaciones matrimoniales.
—Lo sé—, dijo Iris. —Lo leí.
—¿Lo hizo?
—¿No debería?
—La mayoría de las mujeres no lo hacen.
—¿Cómo lo sabe?
De repente, sonrió.
—¿Estamos teniendo una discusión?
—Yo, no.
Él se rió entre dientes.
—Es un alivio, debo decirlo. No me gustaría pensar que estamos teniendo una discusión, y me la perdí.
—Considérelo de esta manera—, explicó. —Si Sarah no hubiera fingido la enfermedad, usted habría actuado en la velada musical. Pero ella, de hecho, finge estar enferma—, continuó. —Y el resultado fue que usted todavía actúa en la velada musical.
—No veo el punto.
—No hubo ningún cambio en el resultado para usted. Sus acciones, aunque solapadas, no le afectan en lo más mínimo.
—¡Por supuesto que sí!
—¿Cómo?
—Si yo tengo que tocar, ella tiene que tocar.
Se echó a reír.
—¿No cree que eso suena un poquito infantil?
—No puedo,— susurró ella.
No dijo una palabra. Él ni siquiera se movió.
—No puedo,— dijo de nuevo, casi ahogándose con la corta frase. —Ya le he dado todo.
—No todo— le recordó Richard.
—Un penique por sus pensamientos,— dijo el hombre en cuestión.
Iris lo miró con las cejas arqueadas.
—Tengo suficientes monedas de un penique, gracias.
Se llevó la mano al corazón.
—¡Herido! Y con una moneda.
—Sin la moneda, en realidad.
—Estoy enormemente enfadada contigo, y creo que estás cometiendo un error, pero entiendo tus motivos. Nadie que ame tanto a sus hermanas podría ser nunca una mala persona.
—Gracias.
—Le honra, supongo, que esté dispuesto a hacer un sacrificio tan grande.
—¿Dónde está mi esposa?—, exigió.
—No lo sé.
Dejó escapar un ruido. Podría haber sido un gruñido.
—¡No lo sé!— protestó Marie-Claire. —Estaba con ella antes, pero se escapó.
Richard sintió que su corazón se contraía.
—¿Se escapó?
—Ella me puso la zancadilla—, dijo Marie-Claire. Con considerable afrenta.
—Marie-Claire está tomando lecciones de violonchelo tres días a la semana.
—¿Violonchelo?
—Tal vez otra razón por la que mi madre se resiste a dejarla ir. Marie-Claire tiene un lugar en la velada musical del próximo año.
—Que Dios nos ayude.
—Es de Japón—, dijo Richard, mirándola excesivamente satisfecho de sí mismo. —Las hemos cultivado en el invernadero. Ha sido un infierno mantenerla lejos.
—Desde Japón,— dijo Iris, sacudiendo la cabeza con incredulidad. —No puedo creer…
—Iría al fin del mundo.
—¿Por una flor?
—Para ti.
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